El ángel extraviado (del libro de Carlos Polimeni)




Federico Moura, que la eternidad te guarde en su regazo por siempre

Parecía levitar de pie, más que caminar. En la película de aquella ciudad que también se llamaba Buenos Aires (en la evocación es muda, en blanco y negro y bastante acelerada) se ve como un ángel extraviado, con un gesto levemente divertido y siempre irónico en la boca. Sobre escena, era lo más parecido a David Bowie que podía ofrecer el rock & pop argentino de los ‘80. No es que lo imitase tanto, que también había visto mucho a David Byrne, y no lo ocultaba. Es que allá arriba tenía la valentía de dejar hacer a su costado femenino, casi una provocación para la historia de machos argentinos a que estaban obligados entonces los cantantes de rock. Claro, Moura no era un cantante: era un líder escénico, que no es lo mismo. Un escultor que trabajaba en vivo sobre su cuerpo. Un escenógrafo. Era un artista, no un fucking rock star. La magia extraña de Virus no se entiende demasiado en los discos que lo sobreviven, que a veces parecen amores descartables. Esa banda era esa banda maquillada, en escena, nerviosa, con Federico transportándose de aquí y allá, como a dos centímetros del piso, excitado con la sensación de jugar a Peter Pan entre los lobos. Histérico y al tiempo aplomado, como el mejor alumno de una promoción bizarra. Disfrutándolo, en la nación del psicoanálisis.

De los tres grandes ausentes de la música joven de la década de la cocaína y el juicio a los comandantes, de Alfonsín y Menem, del optimismo democrático y la hiperinflación, de Malvinas y el final de la dictadura -los otros son Miguel Abuelo y Luca Prodan–, Federico Moura es el más sutilmente olvidado, el más detenido en el tiempo. Acaso le hubiese gustado la sensación de quedarse flotando allí, en el humo blanco y sutil de un tiempo que sería olvido, de una década que pasó como un exabrupto. Federico era sexualmente ambiguo en una época en que la corrección política no había sido inventada y eso dominó toda la estética de Virus, mucho más madura de lo que entonces casi todos suponían. Hoy es un día como para escuchar una y otra vez “Imágenes paganas” –incluso en la emocionada versión-homenaje del compact solista de Diego Frenkel– pensándola como una despedida. Ahí está resumida la psiquis del hombre que afrontaba con valor monumental la enfermedad que lo consumía, pero aun así sentía pena por lo que no vería, por la lluvia del día después. Federico como el androide que al finalizar Blade Runner llora, sobre todo, por la belleza posible que se esfuma con su vida.

Llegó algo grande a una fama que no disfrutaba del todo, porque lo exponía demasiado. Por momentos lo rebasó, y buscó resguardo viajando o jugando a ser clandestino por las noches. Había vivido afuera durante una parte de los años de plomo, tenía un hermano desaparecido en La Plata, y sabía que cuando invitaba a salir del agujero interior no estaba haciendo un panegírico del des-compromiso, como algunos interpretaban. Le pesaba la sangre del hermano muerto: por eso esa mirada triste, además de pícara, por eso su grupo con los otros dos hermanos. Por eso un código de silencios y complicidades que lo precedía, y en buena medida redefinía sus palabras, sus letras, sus ideas. Escuchar a Virus desde los ‘90 es encontrarse con un grupo cambiante, del rock duro a la canción de amor, lúdico, escondedor, ciertamente burlón. Con un esteta al frente que imaginaba un tema a partir de una idea de James Joyce sobre la masturbación y la transformaba en canción –¿se acuerdan de “Luna de miel en la mano”?– pero no estaba dispuesto a hacer prensa de eso. O que sampleaba a Oliverio Girondo –”Bandas chantas arañan la nada”– acaso para coquetar con la posibilidad de que el homenaje pasara desapercibido.Federico era una teoría en pie sobre el arte popular: no le gustaba que lo encasillaran en el rock o el pop, pero a la vez se atrincheraba en sus límites. Estuvo siempre como preparándose para lo que nunca haría. Utilizaba recursos cursis con aires de duque. Hacía de la ausencia una estética, de la sustracción de elementos una declaración de principios y de la ambivalencia un mérito. Creía más en la teatralidad que en la autenticidad.

Ninguna de sus canciones buenas puede entenderse del todo con una sola lectura, aunque parezcan fáciles y la memoria las retenga.Mucho tuvo que ver con eso el trabajo de Roberto Jacoby en las letras. El chiste de hacer un disco llamado Superficies de placer y ponerle un culo de varón en la tapa fue lo más rotundo que se permitió en público. Para negarlo cada vez que le preguntaran al respecto, claro. “¿Quién dijo que ese culo sea de hombre o de mujer?”, contestaba, esforzándose por parecer serio, cuando el fin de siglo quedaba lejos y una buena estrella iluminaba todavía sus pasos. Murió cantando un tango, despacito, flaco como Discépolo, en una casa pintada de blanco en San Telmo, un día como hoy, al concluir la primavera. De existir, estaría en el cielo de los sutiles.

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